Cuando nuestro primer antepasado Adán pecó, se alejó definitivamente de Dios, lo que finalmente causó su muerte (Gé 2:16-17; 3:6, 19) [1]. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro 5:12), ya que “no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Ec 7:20); y esto es porque todos y cada uno de nosotros fue “vendido a la esclavitud del pecado” (Ro 7:14), y dado que la justicia divina dicta que “la paga del pecado es muerte” (Ro 6:23), el trágico resultado es que “en Adán todos mueren” (1 Co 15:22).
Sin embargo, “mucho antes de que comenzara el mundo” (1 Pe 1:20), Dios decidió un plan de salvación para la humanidad que necesariamente pasaba por respetar Su propia justicia ¿Cómo? Planteando el escenario de “un rescate” (1 Pe 1:18-20) que nos liberara del pecado y la muerte; y dicho rescate significó que fuéramos “comprados por precio” (1 Co 6:20) ¿Con qué precio fuimos comprados? No se pagó “con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pe 1:18-19), lo que implicó que Jesucristo cargara con nuestros pecados y sufriera por nosotros el castigo justo de “la ira de Dios” (Sl 106:29). Así, “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Co 15:3) “el justo por los injustos” (1 Pe 3:18), llevando “Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pe 2:24), para que fuéramos “libertados del pecado” (Ro 6:22). De ese modo, su “sangre pagó el rescate para Dios de gente de todo pueblo, tribu, lengua y nación” (Ap 5:9), “logrando así un rescate eterno” (Heb 9:12).
El rescate pagado con el sacrificio de Cristo fue proporcionado a lo que hizo Adán, ya que “por el pecado de Adán, Dios declaró que todos merecemos morir; pero gracias a Jesucristo, que murió por nosotros, Dios nos declara inocentes y nos da la vida eterna” (Ro 5:18). “Un hombre (Adán) desobedeció a Dios e hizo que muchos llegaran a ser pecadores, pero de la misma manera un solo hombre (Cristo) obedeció a Dios y así hizo que muchos fueran aprobados por Dios” (Ro 5:19). Por eso, “Así como por causa de un hombre vino la muerte, también por causa de un hombre viene la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos tendrán vida” (1 Co 15:21-22).
Así, sabemos la necesidad que la humanidad tiene de salvación, y sabemos cómo se ha llevado a cabo. Pero lo más importante es lo que subyace en todo el proceso de salvación: El Amor, el gran amor que Dios y su Hijo tienen por nosotros. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16) Nunca olvidemos que fue Dios quien tomó la iniciativa de salvarnos: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4:10) Y fue Dios Quien voluntariamente asumió el alto coste de nuestra reconciliación, porque “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Ro 8:32), “para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Heb 2:9). A la vista de estos hechos ¿Se puede dudar del amor de Dios? Como dijo el comentarista bíblico William Barclay: “En la muerte de Jesús, Dios nos está diciendo: «Así os amo Yo. Os amo hasta el punto de estar dispuesto a ver a Mi Hijo sufrir y morir por vosotros». La Cruz es la prueba de que no hay distancia que el amor de Dios se niegue a recorrer para recuperar los corazones de los hombres; y un amor así demanda la respuesta de nuestro amor”.
Nunca podremos ganar la salvación por méritos propios, porque Dios “nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3:5); pero es igualmente cierto que el amor de Dios y Cristo demanda una respuesta de parte de cada uno. Jesús nos ofrece su mano para salvarnos, pero cada uno de nosotros tenemos que aceptarla y agarrarla con fuerza. Coger su mano es creer en él, porque el evangelio de Cristo es “salvación a todo aquel que cree” (Ro 1:16), y también significa obedecerlo, porque Jesús es “autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Heb 5:9) Por eso, aceptamos la mano salvadora de Cristo cuando vivimos una vida de fe y obediencia. Es lo mínimo que podemos y debemos hacer.
Pero siempre tengamos claro que “¡Sólo en Jesús hay salvación! No hay otro nombre en este mundo por el cual los seres humanos podamos ser salvos” (Hch 4:12) Nunca nos dejemos confundir al pensar que la salvación personal puede venir por la devoción a algún santo o virgen, o por confiar en algún líder religioso, o por pertenecer a una determinada religión. Sólo en Jesús hay salvación, y sólo a Él debemos dirigir nuestra atenta y confiada mirada, sintiendo profundo agradecimiento por el amor de “nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros” (Tit 2:13-14)
NOTAS
[1] El pecado de Adán fue especialmente relevante porque, aparte de Jesús, Adán fue el único hombre que vino a la existencia sin pecado; es decir, a diferencia de nosotros, no tuvo la predisposición congénita a pecar, algo que sí heredaron todos sus descendientes; por lo tanto, su pecado fue un acto deliberado que le hizo plenamente culpable ante Dios, teniendo la peor de las consecuencias: la muerte sin esperanza de redención.
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